¡Oye, mi hermano! Que esto suena a pena, pero también a verdad de la dura, de la que te choca en la bemba y te deja pensando. Allá va este son, pa’ que sientas el golpe:
En el aire, donde el cielo se hacía carne,
dos pájaros de metal, con alas de Canadá,
iban rumbo a la isla, buscando el sol de Varadero.
Pero ¡ay, mi madre! Que un apagón se tragó la luz,
y la habana morena se quedó a oscuras, sin radar.
Los pilotos, con la frente en sudor, recibieron la orden,
“¡Cojamos pa’ atrás, que el cielo se apagó!”, decían.
Los pasajeros, con la comida en la garganta,
miraban por la ventanilla, buscando una explicación,
mientras el bongo del destino marcaba un compás de duda.
Un testimonio en la red, como un grito en la noche,
contaba la pena del capitán, la verdad sin afeites:
“Se nos fue la luz, no hay radar, la cosa está mal,
tenemos que volver, mi gente, ¡Cuba se durmió!”
Así, mi compay, la isla se apaga, y el mundo se espanta.
Cuba, mi Cuba, con el corazón partido,
sufre la electricidad que se va, que no viene.
Las termoeléctricas, fiebres de metal y olvido,
y la gente en la calle, buscando un frescor,
mientras los cielos se cierran, por falta de fulgor.
Que sí, que esto no es un cuento, es la pura realidad,
la electricidad que se esfuma, la vida en la penumbra.
Que no vuelen los aviones, que se paren los motores,
cuando el fuego de Shangó se esconde en la niebla,
y la isla entera parece un barco a la deriva.
¡Pero ojo, mi hermano! Que el pueblo no se rinde,
que aunque la luz se apague, la esperanza no se esconde.
Seguimos con el ritmo, con la sangre que lo entiende,
esperando el día en que la caña dé su azúcar de nuevo,
y la luz de Cuba vuelva a brillar, como siempre soñó.
¡Así suena el son, de la isla que resiste!
Con el tambor en el pecho, y la fe que persiste.
¡Azúcar!