El hedor a derrota no emana solo del césped mancillado, sino de las entrañas mismas de un sistema deportivo que parece haber olvidado el significado de la competencia. La Selección Nacional de Cuba, ese combinado que alguna vez ondeó el orgullo de una nación en los terrenos de juego, ha vuelto a la palestra, no por una gesta heroica, sino por una goleada que huele a escándalo: un inapelable 0-7 ante San Vicente y las Granadinas. Un marcador que, a la luz de la crónica, no es un simple descalabro deportivo, sino la radiografía cruda de un naufragio anunciado, de un fútbol cubano a la deriva, perpetuamente anclado en la improvisación y el desdén.
Observar este descalabro es como mirar a través de una ventana empañada hacia la realidad desoladora de un deporte huérfano de inversión y estrategia. La selección que pisa el campo para defender los colores de la bandera está conformada, casi en su totalidad, por jugadores que militan en la Liga Nacional cubana. Una liga que, para ser sinceros, parece existir más por inercia que por vocación competitiva. Canchas que son testimonio de la desidia, salarios que apenas cubren las necesidades básicas, y una carencia flagrante de recursos para el entrenamiento digno. Ese es el ** caldo de cultivo donde se gesta la supuesta élite futbolística de una isla**.
No se trata de un accidente aislado, de una noche aciaga bajo una luna esquiva. La humillación ante San Vicente, un rival de escasa estirpe futbolística, se suma a la reciente eliminación ante Bermudas, otra nación con un bagaje deportivo modesto. El fracaso en la ruta mundialista actuó como detonante, o quizá como excusa, para un supuesto “proceso de renovación”. La destitución del técnico Yunielis Castillo fue solo el prólogo de un discurso vacío de continuidad, una danza de nombres y estrategias que, al final, conducen al mismo precipicio. La juventud prometedora, esa que podría ser el futuro, es lanzada al ruedo internacional con la misma ligereza con la que se toman las decisiones en los despachos, sin un plan sólido, sin una metodología que trascienda el voluntarismo.
Y en este escenario de irresponsabilidad institucional, la figura de un técnico extranjero, capaz de inyectar aire fresco, disciplina y conocimiento táctico moderno, se diluye en el horizonte como una quimera. El poder, aferrado a sus viejas costumbres, parece temer la introducción de savia nueva que pueda cuestionar el statu quo, que pueda desvelar la magnitud del abandono.
Resulta casi irónico, y a la vez desolador, contrastar esta debacle con la actuación del equipo Sub-20 en el Mundial de Chile. Un empate meritorio ante Italia, un destello de orgullo y garra, que pone de manifiesto la existencia de talento y potencial. Pero, incluso en esa luz, se cierne la sombra de la verdad: muchos de esos jóvenes talentos no residen en la isla, formados lejos de las carencias y las improvisaciones que ahogan el talento local. Son producto, en gran medida, de ecosistemas deportivos ajenos, de una realidad que en Cuba se niega a florecer.
Así, mientras en las alturas se escenifica el teatro de la propaganda, con discursos de renovación y futuro, los resultados en el terreno de juego son la verdad implacable, el espejo que devuelve la imagen de una decadencia estructural. La goleada de 0-7 no es un punto y aparte, sino la confirmación de un modelo futbolístico condenado a repetir sus errores, a cosechar amargura donde debería haber pasión y victoria. Es la historia secreta de un país donde el deporte, como tantos otros ámbitos, se debate entre el desdén y la oportunidad perdida, un reflejo fiel de las grietas que corroen los cimientos de una sociedad entera.